lunes, 30 de marzo de 2015

Discursos en la sombra 2 / Speeches in the shadow 2

Año 2015,

La sociedad se divide en dos grandes bandos: lo que mola, lo políticamente perfecto, lo que sale en la tele versus lo que no mola, lo feo pero que igualmente sale en la tele (porque en la caja tonta hay lugar para todo lo que mueva masas y produzca ganancias).

La cultura es la vaca de oro, todo el mundo mama de sus ubres, algunos con suavidad, otros tienen máquinas voraces extrayéndole hasta la última gota de leche. Esta quimera siempre se levanta por la mañana irradiando juventud, novedad y su líquido siempre sabe bien y fresco. 


Como la religión, cada uno tiene su concepto de cultura y, como en las creencias, se chocan ideas y se producen debates o discrepancias. Alianzas y guerras. Y siempre hay alguien ganando de estas situaciones. 

Los nuevos cultos se centran en la cultura. Las personas idolatran actores y músicos. Los artistas dejaron de ser vistos como parias a pisar la alfombra roja.
Todo fue gracias al repentino interés por el "nuevo arte" norteamericano que nació a mediados de los años cuarenta y cincuenta de la mano de pintores como Jackson Pollock y compositores como John Cage y críticos de arte como Clement Greenberg.

Nos quedamos en Estados Unidos, supuesta cuna de la "nueva" cultura de masas, donde en 1940 el mundo vio nacer a Frank Zappa, uno de esos músicos feos que salió por la tele en múltiples ocasiones y fue conocido por su humor ácido y sus discursos "políticamente incorrectos".


El pobre Zappa murió antes de tiempo, pero predijo en 1984, en este fragmento de su discurso a la American Society of University Composers (ASUC), la evolución de la industria musical (de masas) tal y como la conocemos actualmente.

 ¡Toma! ¡Por allí se va tu cátedra!


No pertenezco a vuestra organización. Tampoco la conozco. Ni siquiera su labor me parece interesante y, aun así, se me ha pedido que sé una especie de discurso inaugural.

Antes de proseguir, quisiera advertiros sobre las peculiaridades de mi lenguaje, y deciros que soltaré cosas que ni os van a gustar ni os van a parecer bien. 

  No debéis sentiros amenazados pues no soy más que un mero bufón, y todos vosotros sois Compositores Serios. 

  Para todos aquellos que no lo sepan, yo también soy compositor. Aprendí por mi cuenta yendo a la biblioteca y escuchando discos. Empecé cuando tenía catorce años y llevo ya en esto treinta. No me gustan las escuelas. No me gustan los maestros. No me gusta la mayoría de las cosas en las que creéis vosotros... y para rematar ya la faena, encima me gano la vida tocando la guitarra eléctrica.

Por comodidad y sin ánimo de ofende a vuestros afiliados, usaré el término "NOSOTROS" para tratar los temas que afectan a los compositores. Algunas de las referencias a este "NOSOTROS" tendrán carácter general, otras no. Y ahora: El Discurso...
 

¿Es relevante la 'Nueva Música' en una sociedad industrial?


   El aspecto más perturbador sobre la relevancia-industrial-estadounidense es el siguiente: "¿Por qué la gente continúa componiendo música e incluso enseñando, cuando ya saben qué respuesta obtendrá? A nadie le importa una mierda".

   ¿De verdad vale la pena el esfuerzo de escribir una nueva pieza de música para un público que pasa totalmente?

  Parece que existe cierto consenso de que la música de compositores vivos no es sólo le resulta irrelevante sino también muy molesta a una sociedad que se preocupa principalmente por el consumo de mercancías desechables.

Seguro que "NOSOTROS" merecemos ser castigados por hacerle perder a los demás su precioso tiempo con una forma de arte tan prescindible y trivial. Preguntadle al del banco, al que os lleva el préstamo, que os lo dirá bien clarito: "NOSOTROS" somos mierda. "NOSOTROS" somos la mierda más asquerosa. "NOSOTROS" somos mala gente. "NOSOTROS" somos unos vagos y unos inútiles. No importa la cantidad de cátedras que logremos sacarles con maña a las universidades donde "NOSOTROS" manufacturamos nuestros sorprendentes paquetes insípidos de caca intrandescente, "NOSOTROS" muy en el fondo sabemos que "NOSOTROS" no valemos nada.

Algunos de estos nosotros fuman en pipa. Otros llevan chaquetas deportivas de tweed con coderas de cuero. Algunos tienen cejas de científico loco. Algunos exhiben sin pudor bufandas chillonas y ridículas que van a juego con sus jerséis de cuello alto. Estos sólo son unos cuantos motivos para explicar que hay que castigarNOS.

Hoy, al igual que en el pasado glorioso, el compositor tiene que amoldarse (por muy malo que sea)
al gusto específico de EL REY, reencarnado como el productor de cine o de televisión, el jefe de la compañía de ópera, la señora del "comité especial" con el pelo espantoso o su nieta Debbie.

Algunos no conoceréis a Debbie, ya que no tenéis que tratar con emisoras de radio y compañías de discos como hace la gente que vive en El Mundo Real, pero deberíais informaros por si decidís visitarlas algún día.

 
Debbie tiene trece años. A sus padres les gusta verse a sí mismos como El Estadounidense Medio, Blanco y Temeroso de Dios. Su papá pertenece a algún sindicato corrupto y es, como podríamos sospechar, un hijo-de-puta vago, incompetente, ignorante y con un sueldo elevado.

Su madre es una bruja mercenaria e inadaptada sexual que vive para gastar sueldo de su marido en la ropa ridícula y así parecer "más joven".

Debbie es increíblemente tonta. Ha sido educada para que respete los valores y tradiciones que sus padres consideran sagrados. A veces sueña que la besa un socorrista.

Cuando advirtieron la presencia de Debbie, los del Despacho Secreto Que Lo Controla Todo se pusieron muy contentos. Era perfecta. Era incurable. Era su tipo de chica. 


La eligieron de inmediato para convertirse en el Consumidor Arquetípico Imaginario de Música pop y Árbitro  Máximo del Gusto Musical para la Nación Entera. Desde ese mismo momento, cualquier cosa musical de este país tendría que modificarse para adaptarse a lo que ellos computan como las necesidades o deseos de ella.

El "gusto" de Debbie determinaba el tamaño, la forma y el color de toda la música emitida y vendida en Estados Unidos a finales del siglo veinte. Después creció y se hizo exactamente como su madre, y se casó con un tío igualito a su papi. De alguna forma ha logrado reproducirse a sí misma. Los del Despacho Secreto vigilan a su hija en este mismo instante.

Como compositores estadounidenses serios que sois, ¿debería en realidad  preocuparos Debbie? Creo que sí.

Debbie prefiere las canciones cortas con letras sobre relaciones entre chicos-y-chicas, cantadas por personas de sexo indeterminado con ropa de sadomaso y, como hay Mucho Dinero en juego, las principales compañías discográficas (que años atrás a veces se arriesgaban e invertían grabar trabajos nuevos) han cerrado casi todas sus divisiones clásicas y muy pocas veces sacan música nueva.

[...] 

 2015,

Society's divided into two main sides: what's hot, politically perfect, what's on TV versus what is not cool, ugly but also appears on TV (because there's place for everything that moves masses and produces profits).

Culture is the golden cow,  everybody suck its udders, some gently, others have voracious machines extracting every last drop of milk. This chimera always wakes up in the morning radiating youth, newness and its liquid always tastes good and fresh.

Like religion, everyone has their concept of culture, and beliefs, ideas collide and debates or discrepancies occur. Alliances and wars. And there is always someone earning from these situations.

The new cults focus on culture. People idolize actors and musicians. The artists were no longer seen as pariahs and nowadays they walk the red carpet.

It was all thanks to the sudden interest in the American "new art" who was born in the mid-forties and fifties from painters like Jackson Pollock and composers as John Cage and art critics like Clement Greenberg.

We stay in the United States, alleged birthplace of the "new" mass culture, where in 1940 the world saw the birth of Frank Zappa, one of those ugly musicians who went on TV many times and was known for his dry humor and his "politically incorrect" speeches.

Poor Zappa died prematurely, but predicted in 1984, in this fragment from his speech to the American Society of University Composers (ASUC), the evolution of the music industry (mass) as we know it today.
 
Bingo! There Goes Your Tenure!

I don't belong to your organization. I know nothing about it. I'm not even interested in it - and yet, a request has been made for me to give what purports to be a keynote speech.

Before I go on, let me warn you that I talk dirty, and that I will say things you will neither enjoy nor agree with.

You shouldn't feel threatened, though, because I am a mere buffoon, and you are all Serious American Composers.

For those of you who don't know, I am also a composer. I taught myself how to do it by going to the library and listening to records. I started when I was fourteen and I've been doing it for thirty years. I don't like schools. I don't like teachers. I don't like most of the things that you believe in - and if that weren't bad enough, I earn a living by playing the electric guitar.

For convenience, without wishing to offend you membership, I will use the word "WE" when discussing matters pertaining to composers. Some of the "WE" references will apply generally, some will not. And now: The Speech...

Is 'New Music' Relevant in an Industrial Society?

The most baffling aspect of the industrial-American-relevance question is: "Why do people continue to compose music, and even pretend to teach others how to do it, when they already know the answer? Nobody gives a fuck."

Is it really worth the trouble to write a new piece of music for an audience that doesn't care?

The general consensus seems to be that music by living composers is not only irrelevant but also genuinely obnoxious to a society which concerns itself primarily with the consumption of disposable merchandise.

Surely "WE" must be punished for wasting everyone's precious time with an art form so unrequired and trivial in the general scheme of things: Ask your banker - ask your loan officer at the bank, he'll tell you: "WE" are scum. "WE" are the scum of the earth. "WE" are bad people. "WE" are useless bums. No matter how much tenure "WE" manage to weasel out of the universities where "WE" manufacture our baffling, insipid package of inconsequential poot, "WE" know deep down that "WE" are worthless.

Some of us smoke a pipe. Others have tweed sport coats with leather patches on the elbows. Some of us have mad scientists' eyebrows. Some of us engage in the shameless display of incredibly dramatic mufflers, dangling in the vicinity of a turtleneck sweater. These are only a few of the reasons why "WE" must be punished.

Today, just as in the glorious past, the composer had to accommodate the specific taste (no matter how bad) of THE KING - reincarnated as a movie or TV producer, the head of the opera company, the lady with the frightening hair on the 'special committee' or her niece Debbie.

Some of you don't know about Debbie, since you don't have to deal with radio stations and record companies the way the people from The Real World do, but you ought to find out about her, just in case you decide to visit later.

Debbie is thirteen years old. Her parents like to think of themselves as the  Average, God-Fearing American White Folk. Her Dad belongs to a corrupt union of some sort and is, as we might suspect, a lazy, incompetent, overpaid, ignorant son-of-a-bitch.

Her mother is a sexually maladjusted mercenary shrew who lives to spend her husband's paycheck on ridiculous clothes - to make her look 'younger.'

Debbie is incredibly stupid. She has been raised to respect the values and traditions which her parents hold sacred. Sometimes she dreams about being kissed by a lifeguard.

When the people in the Secret Office Where They Run Everything From found out about Debbie, they were thrilled. She was perfect. She was hopeless. She was their kind of girl.

She was immediately chosen to become the Archetypical Imaginary Pop Music Consumer & Ultimate Arbiter of Musical Taste for the Entire Nation - from that moment on, everything musical in this country would have to be modified to conform to what they computed to be her needs and desires.

Debbie's 'taste' determined the size, shape and color of all music broadcast and sold in the United States during the latter part of the twentieth century. Eventually she grew up to be just like her mother, and married a guy just like her Dad. She has somehow managed to reproduce herself. The people in The Secret Office have their eye on her daughter at this very moment.

Now, as a serious American composer, should Debbie really concern you? I think so.

Since Debbie prefers only short songs with lyrics about boy-girl relationships, sung by persons of indeterminate sex, wearing S&M clothing, and because there is Large Money involved, the major record companies (which a few years ago occasionally risked investment in recordings of new works) have all but shut down their classical divisions, seldom recording new music.




[...]

martes, 17 de marzo de 2015

Discursos en la sombra (1)

Hoy, en la sección "Discursos en la sombra", comparto con vosotros un fragmento del libro "El mundo de ayer, Memorias de un europeo", de Stefan Zweig (Viena, 1881 - Brasil, 1942), sobre la educación escolar y extraescolar. 
Disfrutadlo

LA ESCUELA DEL SIGLO PASADO
(1942)

[...]
  
Recuerdo vagamente que a los siete años nos obligaban a aprender de memoria y a cantar a coro una canción que hablaba de la «alegre y feliz infancia». Aún me suena en los oídos la melodía de aquella cancioncita simple e ingenua, pero en aquel entonces me costaba pronunciar su letra y, aún más, vocearla a coro con convicción. Porque, si he de ser sincero, toda mi época escolar no fue sino un aburrimiento constante y agotador que aumentaba de año en año debido a mi impaciencia por librarme de aquel fastidio rutinario. No recuerdo haberme sentido «alegre y feliz» en ningún momento de mis años escolares - monótonos, despiadados e insípidos - que nos amargaron a conciencia la época más libre y hermosa de la vida, hasta tal punto que, lo confieso, ni siquiera hoy logro evitar una cierta envidia cuando veo con cuánta felicidad, libertad e independencia pueden desenvolverse los niños de este siglo. Al observarlos, todavía se me antoja increíble que los niños de hoy hablen con sus maestros con toda la naturalidad del mundo y casi au pair, que corran a la escuela sin miedo y, no como nosotros, con una sensación constante de insuficiencia; que puedan hablar sin ambages, tanto en casa como en la escuela, de sus deseos e inclinaciones, propios de espíritus jóvenes y curiosos; son seres libres, independientes y naturales, todo lo contrario que nosotros, que, en cuanto pisábamos la casa odiada, teníamos que - como quien dice - recogernos sobre nosotros mismos para no topar de cabeza con el invisible yugo. Para nosotros, la escuela era una obligación, una monotonía tediosa, un lugar donde se tenía que asimilar, en dosis exactamente medidas, la «ciencia de todo cuanto no vale la pena saber», unas materias escolásticas o escolastizadas que para nosotros no tenían relación alguna con el mundo real ni con nuestros intereses personales. Era un aprendizaje apático e insulso, dirigido no hacia la vida sino al aprendizaje en sí, cosas que nos imponía la vieja pedagogía. Y el único momento realmente feliz y alegre que debo a la escuela fue el día en que sus puertas se cerraron a mi espalda para siempre.

No es que nuestras escuelas austríacas fueran intrínsecamente malas. Todo lo contrario: el «plan de estudios», como se llama ahora, era fruto de una experiencia secular, y si se hubiese llevado a la práctica de una manera atractiva y estimulante, habría podido constituir la base de una educación fructífera y bastante universal. Pero precisamente el hecho de que se ciñeran a pies juntillas a un plan tan estricto y a su fría esquematización, convertía nuestras horas lectivas en espantosamente áridas y muertas: el desalmado aparato de enseñanza no se ajustaba al individuo y, como una máquina automática, demostraba tan sólo, con las calificaciones de «bien, aprobado y suspenso», hasta qué punto los alumnos habían correspondido a las «exigencias» del plan de estudios. Pero precisamente esa falta de sensibilidad humana, esa fría falta de personalidad y ese trato digno de un cuartel fueron los elementos que desencadenaron en nosotros una exasperación inconsciente. Estábamos obligados a aprendernos la lección y nos examinaban para comprobar lo que habíamos aprendido; en los ocho años, ningún maestro nos preguntó siquiera una vez qué queríamos aprender, y brilló completamente por su ausencia ese entusiasmo estimulante que todo joven anhela en secreto. La aludida sobriedad ya se ponía de manifiesto en el mero aspecto exterior de la escuela, un típico edificio funcional, levantado de prisa y corriendo para ahorrar dinero y hecho sin idea alguna. Con sus paredes frías y mal encaladas, sus aulas de techo bajo, sin cuadros ni adornos que alegrasen la vista, sus excusados que perfumaban toda la casa, aquel cuartel escolar era como un mueble viejo de hotel que una infinidad de gente ya ha usado antes, y otra lo hará después, con la misma indiferencia o asco; ni siquiera hoy consigo desprenderme del tufo a cerrado y podrido que rezumaba aquella casa, igual al de todos los edificios oficiales austríacos, y que nosotros llamábamos olor «fiscal»; era un olor a habitaciones con demasiada calefacción, repletas e insuficientemente ventiladas que primero penetra en la ropa y luego en el alma. [...] Aun al cabo de años, cada vez que pasaba por delante de aquella casa tétrica y desangelada, me invadía una sensación de alivio porque no tenía que volver a pisar la cárcel de nuestra infancia [...]. Nuestros maestros tampoco tenían la culpa del desolador ambiente que reinaba en aquella casa. No eran ni buenos ni malos, ni tiranos ni compañeros solícitos, sino unos pobres diablos que, esclavizados por el sistema y sometidos a un plan de estudios impuesto por las autoridades, estaban obligados a impartir su «lección» - igual que nosotros a aprenderla - y que, eso sí que se veía claro, se sentían tan felices como nosotros cuando, al mediodía, sonaba la campana que nos liberaba a todos. No nos querían ni nos odiaban, aunque tampoco había motivos para ninguno de estos sentimientos, pues no sabían nada de nosotros; aun al cabo de varios años, con excepción de unos pocos, seguían sin conocernos por el nombre: según el método pedagógico al uso en aquel entonces, lo único de lo que se tenían que preocupar era del número de errores que había cometido «el alumno» en el último ejercicio. Ellos se sentaban arriba, en la tarima, y nosotros, abajo; ellos estaban allí para preguntar y nosotros, para contestar; aparte de ésta, no existía entre los dos colectivos relación alguna. Y es que entre el maestro y el alumno, entre la tarima y los bancos, entre el Alto visible y el Bajo igual de visible se levantaba la invisible barrera de la «Autoridad» que impedía cualquier contacto. Que un maestro considerase al alumno como un individuo que exigía un trato específico, acorde con sus características personales, o que redactase, como se hace hoy en día, unos informes detallados sobre él, habría supuesto un trabajo muy superior a las atribuciones y capacidades de nuestros pedagogos; por otro lado, una conversación privada habría socavado su autoridad, pues con tal cosa habría colocado a los alumnos a su mismo nivel, que no en vano era «superior». A mi juicio, nada resulta más característico de la total falta de relación que, tanto en el terreno intelectual como en el anímico, existía entre nosotros y los maestros, como el hecho de que me he olvidado de los nombres y los rostros de todos ellos. [...] Este sentimiento de insatisfacción hacia la escuela no era, en absoluto, una actitud personal; no recuerdo que ninguno de mis compañeros dejase de experimentar repugnancia al notar cómo aquel fastidio obstaculizaba, amargaba y reprimía nuestros mejores propósitos e intereses. Sin embargo, tardé mucho en tomar conciencia de que aquel método insensible y desalmado, y que se usaba para educarnos desde pequeños, a lo mejor no se debía imputar a la negligencia de las instancias estatales, sino que respondía a un propósito determinado, aunque, eso sí, celosamente mantenido en secreto. 

El mundo anterior - o superior - a nosotros, que organizaba todas sus ideas únicamente en torno al fetiche de la seguridad, no quería a los jóvenes, o, mejor dicho: siempre desconfiaba de ellos. Orgullosa de su «progreso» sistemático y su orden, la sociedad burguesa predicaba moderación y comodidad en todos los ámbitos de la vida como las únicas virtudes eficaces del hombre; había que evitar toda prisa en el camino hacia adelante. Austria era un Estado antiguo, gobernado por un emperador vetusto y administrado por ministros viejos, un Estado sin ambiciones que no tenía otra aspiración que la de conservarse intacto dentro del espacio europeo a fuerza de ir rechazando todo cambio radical; por eso mismo, a los jóvenes, que por instinto siempre desean cambios rápidos y radicales, se los consideraba como un elemento peligroso al que había que mantener bajo llave o, al menos, contener el mayor tiempo posible. De modo que no había ninguna razón para hacernos agradables los años de la escuela; cualquier forma de progreso nos la teníamos que ganar a fuerza de esperar y mostrar paciencia. A causa de ese invencible rechazo mutuo, la diferencia de edad adquiría un valor muy distinto al que tiene hoy en día. Un bachiller de dieciocho años era tratado como un niño, se le castigaba cuando lo sorprendían fumando, tenía que levantar obedientemente la mano cuando quería abandonar su banco para ir a satisfacer sus necesidades; pero incluso al hombre de treinta años se le trataba como a un ser que todavía no era capaz de levantar el vuelo, y, más aún, al de cuarenta no se le consideraba suficientemente maduro como para ocupar un cargo de responsabilidad. [...] Esa desconfianza hacia los jóvenes, según la cual ninguno «era de fiar», se extendía a todos los estamentos. [...]
  
Tan sólo desde este punto de vista tan singular se puede comprender el que el Estado haya explotado la escuela como un instrumento adecuado para su propósito de mantener su autoridad. En primer lugar, tenían que educarnos de tal manera que aprendiésemos a respetar lo establecido como algo perfecto e inamovible, infalible la opinión del maestro, indiscutible la palabra del padre, absolutas y eternamente válidas las instituciones del Estado. El segundo principio cardinal de aquella pedagogía, que también se aplicaba en el seno de la familia, establecía que los jóvenes no debían llevar una vida demasiado cómoda. Antes de poder beneficiarse de un derecho, debían tener asumido el principio del deber, sobre todo el de la obediencia total. Se nos inculcaba desde el primer momento que, como aún no habíamos hecho nada en la vida y, por lo tanto, no teníamos experiencia alguna, lejos de vernos en condiciones de pedir o exigir cosas, no podíamos sino estar agradecidos por lo que se nos concedía. En mi época, este estúpido método de intimidación se utilizaba desde la primera infancia. Criadas y madres necias asustaban a niños de edades tan tempranas como los tres y cuatro años diciéndoles que si no se portaban bien, llamarían al «guardia». Durante el bachillerato, cuando traíamos a casa malas calificaciones de alguna asignatura suplementaria, nos amenazaban diciéndonos que nos sacarían de la escuela y nos mandarían a aprender un oficio (la peor de las amenazas que el mundo burgués concebía: caer hasta llegar a engrosar las filas del proletariado); y cuando los jóvenes verdaderamente ansiosos de saber buscaban en los adultos las respuestas a los problemas palpitantes de la época, recibían un sermón que invariablemente desembocaba en el arrogante «tú aún no lo puedes comprender». Esta técnica se utilizaba en todas partes, desde la casa y la escuela hasta el Estado. Machacones, no se cansaban de repetirle al joven que no estaba «maduro» todavía, que no comprendía nada, que se tenía que limitar a escuchar y a obedecer, y que no podía tomar la palabra en las conversaciones y, menos aún, para contradecir. Por esta misma razón también en la escuela, el pobre diablo del maestro, que se sentaba en lo alto de la tarima, se veía obligado a desempeñar su papel de estatua inaccesible y a supeditar todos nuestros sentimientos y aspiraciones al plan de estudios. El que nos sintiésemos bien o mal en la escuela carecía de toda importancia. En concordancia con los tiempos, su verdadera misión consistía no tanto en hacernos avanzar como en frenarnos, no en formarnos interiormente sino en amoldarnos con la resistencia mínima posible a la estructura establecida, no en aumentar nuestras energías sino en disciplinarlas y nivelarlas.

Semejante presión psicológica, o más bien antipsicológica, sobre los jóvenes no podía surtir sino dos tipos de efecto: paralizador y estimulante. En los archivos de los psicoanalistas se puede comprobar cuántos «complejos de inferioridad» ha provocado aquel método de educación absurdo; a lo mejor no es una casualidad que dicho complejo fuese descubierto precisamente por hombres que también habían pasado por nuestras viejas escuelas austríacas. En mi caso, debo a aquella presión mi muy temprana pasión por la libertad - una pasión que la juventud de hoy en día desconoce y que difícilmente podrá vivir con la misma vehemencia - y el odio que siento por toda muestra de autoritarismo, por el «hablar desde arriba», que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida.

[...]


viernes, 6 de marzo de 2015

El Culto Reciclado

Hace más de 2000 años el hombre rendía culto a algo que no nos resultaba tan distante como la existencia de seres sobrenaturales, residiendo en algún lugar por encima de la estratosfera o escondidos en lo más profundo del bosque.
Ese algo es el sexo, la fertilidad, el hecho de concebir vida.
Resumiendo.
Follar.

El hombre, desde que viste pieles y talla piedras siempre ha estado obsesionado con la fertilidad. Y es comprensible: es parte del instinto animal de cualquier ser vivo, "multiplicarse o morir".

Nota antes de que continue este escrito: 
Muchos de mis conocidos conocen mi rechazo por todo lo erótico/sexual, pero eso no significa que quiera prohibir a los demás de disfrutar este tipo de "placer".
Cada uno sacia sus necesidades con diferentes actividades/ elementos.

 Y ahora, vuelvo al tema.

Al principio de todo, cuando el ser humano comenzó a pensar usando la razón comenzó a preocuparse por dos cosas: la comida y la salud de su progenie. 
Y así comenzó a crear Venus y a pintar búfalos en las paredes de las cuevas. 
Así comenzó la religión, el culto y la adoración.
El homo sapiens evolucionó, desarrolló nuevas habilidades y con estas, surgieron nuevas preocupaciones. De estas salieron nuevos dioses y nuevos rituales.
El inventario místico comenzó a expandirse y las sociedades fueron evolucionando.

Pero el culto al sexo siguió ahí.

Incluso durante el auge del Cristianismo.
¿No es acaso la Anunciación la confirmación del acto sexual (indirecto) entre una mortal y un ente sobrenatural? (Nota: mito muy parecido otros anteriores y tachados de paganos: Dánae y Zeus convertido en lluvia de oro y Leda y Zeus convertido en cisne.)
 E incluso en el arte románico y gótico hay contenido sexual explícito. Y a pesar que la representación del sexo es una forma de representar La Lujuria, uno de los siete pecados capitales, no olvidemos que el hombre sigue siendo hombre y que nunca podrá abandonar del todo su instinto animal.
Hombres y mujeres están condenados a seguir excitándose y a preocuparse por el futuro de su especie.

Y esa obviedad nos trae hasta los tiempos modernos. 

Las Venus y los falos de Príapo siguen entre nosotros. 
Se ocultan en las páginas de revistas para adultos, 
se asoman por puertas de locales ocultos en la oscuridad de las ciudades, 
aparecen como una centella delante de tus ojos, absortos en una pantalla de colores y luces, 
se exhiben como ganado en escaparates de lencería y en carteles que tapan el verdadero patrimonio de la ciudad,
hombres y mujeres siguen ofreciendo sacrificios a Astarté, Innana, Ishtar o a Astarot,
que siguen congregándose en orgías, tal y como lo hicieron en las cuevas, en domus o en barcos.

Pero, ya no hacen nada de eso por la fertilidad, ni por el bien de la especie.
Los humanos se han olvidado de las pautas de la vida y practican de manera incorrecta el "Carpe Diem". El hombre ha logrado suplir muchas de sus necesidades primarias, y esto le ha llevado a agudizar su instinto animal más brutal: el sexo. 

Y ahora es cuando se ve mejor una de las verdades más cruentas de este tema: el acto sexual es un acto egoísta. Los humanos recorren a ello para encontrar satisfacción primero en ellos mismos y luego en los demás.
El hombre ha olvidado la función "mística" de este ritual, se ha olvidado del misterio íntimo del momento, un acto mágico (o secreto) entre dos o más, un baile nupcial que crea vida. 

La especie humana ya no piensa. 
Es como un rebaño de cabras que se tira por un precipicio. 
Se lanza hacia un vacío conocido como "crisis existencial".

Luego no sé que pasará.